El pan, invisible en las colectividades... ¿por qué su bajo consumo?
El pan, invisible en las colectividades... ¿por qué su bajo consumo?
FRANCESC ALTARRIBA ha dedicado toda su vida al mundo del pan. Empresario, consultor, gastrónomo especializado, conferenciante y docente son algunas de las facetas que marcan su curriculum profesional. Como asesor dirige su propia consultoría
Francesc Altarriba Consulting. @: info@francescaltarriba.com

El pan, invisible en las colectividades... ¿por qué su bajo consumo?

16-02-2016

La mal aplicada economía de escalas y la reducción de costes que demanda la restauración para colectividades convierten al pan en un sustento que alimenta pero que no satisface. A los alumnos –y por extensión todos los usuarios de la restauración social y colectiva– por lo general se les sirve una única porción de pan blanco común, por norma sin aroma ni sabor; no es atractivo a la vista, no cruje al oído, es neutro al olfato, insípido al paladar y su tacto es reseco.

El pan, ese alimento que ya no gusta a los niños, no estimula ninguno de los sentidos humanos. Si bien en el mundo infantil el pan sigue estando presente en desayunos y meriendas –en muy menor cantidad respecto a hace un par de décadas por la aparición y la comodidad de consumo que ofrecen los productos industriales–, en las comidas ese complemento alimenticio es casi inexistente, no por falta de presencia en la mesa, sino por no considerarse apetitoso. Un factor totalmente ajeno a valores conceptuales como es primar el cuidado extremo del coste ha sido uno de los detonantes de la traza casi invisible del pan en los comedores colectivos y, como es lógico, el segmento escolar no se salva de esa espiral.

Tenemos una lista de prácticas ‘socialmente aceptadas’ pero que no deberían tener cabida en una sociedad moderna y receptiva a la cultura del pan. La aceptación de esas prácticas únicamente desemboca en la desaparición progresiva de este alimento del menú de las generaciones más jóvenes por un motivo inexcusable: la falta de satisfacción organoléptica, una realidad que sigue condenando a un sector que en los últimos años ha sufrido un declive constatable en cuanto a consumo.

Partiendo de la base que los alumnos en la escuela deben tomar pan fresco (compuesto de agua, harina y sal) y no elaborados de larga duración (mezcla que necesariamente recurre a los aditivos, grasas y azúcares para su conservación), se justifica la actitud de los niños de no comer pan al ofrecerlo como si de larga duración se tratara, confundiendo con ello al mercado y al futuro consumidor.

A los alumnos –y por extensión todos los usuarios de la restauración para colectividades– se les sirve una única porción de pan blanco común, por norma sin aroma ni sabor. No es atractivo a la vista, no cruje al oído, es neutro al olfato, insípido al paladar y su tacto es reseco. A la lista de despropósitos, hay que añadir que para el control del coste y de la dosis, el pan que se ofrece es horneado a deshoras e incluso a veces rebanado en origen. Se corta frío y, para su manipulación y transporte, se envasa erróneamente con plástico o similares, lo que reblandece la corteza. A la hora del servicio se retira el envase y se pone en bandejas, desnudando la rebanada que rápidamente se reseca.

Sin dudar, ese pan evidentemente alimenta, cumpliendo así la función que cuidan y controlan las autoridades sanitarias y los especialistas en dietética y nutrición, pero también incurre en que la satisfacción para quien lo toma es nula y, consecuentemente, el hábito de comer pan se resiente y poco a poco se invalida. Además, hay que denunciar la mala praxis que supone el aprovechamiento del pan sobrante –sistemáticamente hay mermas por un funcionamiento no flexible e inexperto– que acaba refrigerándose, un proceso que ahonda en su rápido deterioro.

Erradicar la mal entendida economía de escalas en la restauración para colectividades y evitar tratar el pan fresco como si fuese un producto de larga duración (con envase, rebanado industrial, aceptar tomarlo reblandecido...) son premisas de cumplimiento obligado para empezar a combatir el estrepitoso descenso del consumo del pan en una sociedad cuyos pilares nutricionales se fundamentan en el cereal. Cuando eso se entienda y un coste ínfimo no sea una barrera para tomar panes sabrosos, visibles y saludables, podremos ir más allá y proponer, incluso, salir de lo estándar.

Formar generaciones futuras que no pasen del pan también es un acto de responsabilidad social y, por cultura, por salud y por sabor, vale la pena mimarlo puesto que ese alimento ancestral es uno de los más baratos de fabricar y, ofertado en excelentes condiciones para el paladar, se consigue que el niño se sacie bien, con complacencia, pudiendo ahorrar incluso en partidas mucho más caras de adquisición.

Ofrecer placer y salud a niños, ancianos o enfermos no debería estar nunca condicionado a razones económicas, si estamos hablando de pan, precisamente por su bajo coste absoluto en nuestra cuenta de explotación.


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